lunes, 21 de mayo de 2012



MITOS Y LEYENDAS

LA MADREMONTE
Toda vestida de hojas y de líquenes, vive en la profundidad de los bosques. La cabellera, víctima de soles y lunas, le oculta el rostro. Ese es su enigma: podemos escuchar el grito de fiera entre los árboles, ver la silueta que se pierde en la espesura, pero nadie ha visto nunca su rostro cubierto de musgo y sombra.
La Madremonte ama las grandes piedras de los ríos, construye sus aposentos en los nacimientos de las quebradas, se distrae con el silbido de las mirlas y los azulejos. Algunos han creído escucharla cuando imita el canto de los grillos en las tardes de verano y cuando persigue las luciérnagas en las noches sin luna.

Como vigilante de las selvas, la Madremonte cuida que no desaparezca la lluvia y el viento, orienta los periodos de celo de los animales del monte, grita de dolor cuando cae alguna criatura de su dominio. Por eso, odia a los leñadores y persigue a los cazadores: a todos aquellos que violan los recintos secretos de las montañas.

Cuando la Madremonte está poseída de furia, se transforma: los ojos despiden candela y con las manos de puro hueso, se agita de rabia entre los matorrales. Se desencadenan entonces, los vientos y las tormentas. Los ríos y las quebradas traen inundaciones, arrasan las cosechas y el ganado. Todo parece como si se anunciara el estremecimiento de la tierra y los astros.

LA PATASOLA.
Enemiga de los hombres, acosada por una culpa antigua, poseída del horror de su propia apariencia, jamás se detiene en su vértigo de odio y espanto. Allí va con los ojos tortuosos y lejanos y el cabello enredado de lianas. Dando saltos con la pata de oso desaparece de la espesura.

Compañera de los tigres y las arañas, trasnochada por la pena de un amor desorbitado, la Patasola odia el agua, los cielos azules y la salida del sol. Su reino pertenece a los crepúsculos y a las noches tenebrosas de los montes. Aunque algunas veces, cuando olvida el dolor, canta o espera la aparición de la luna sobre el copo de los árboles.

Tiene el poder de la metamorfosis: cambia de mujer horrible, de dientes felinos y ojos abultados a muchacha bella, insinuante como un espejismo entre los árboles. Así atrae a los hombres y a los caminantes desprevenidos. Así los devora totalmente en la selva.

LA MADRE DE AGUA.
Es un ser anfibio que prefiere vivir la mayor parte del tiempo bajo el agua. Allí como una ninfa acuática, apoyada en un bastón de coral, desteje la red de su amargura. Con la mirada perdida busca a su joven amante indio, al hijo que fuera arrojado a la corriente por el abuelo español que nunca aprobó su amor por el aborigen.

Madre del río, pequeña sonámbula de los silenciosos arrecifes, además de su inclinación por la transparencia, las nubes y los pájaros, la Madre de Agua desea a los niños. Con sonidos de caracol, con mensajes de mariposa de cristal, con ramos de flores blancas que alumbran en recámaras de sílice, los atrae hasta el borde del río. Aquellos que han visto los visajes del rostro en los espejos del agua, enferman y sin poder olvidar corren al abismo en busca de los cabellos de oro y del espejismo de la cantora de ojos azules.

EL HOJARASQUÍN DEL MONTE.
Se alimenta de flores y de bayas doradas de los bosques. Tiene tronco de guayacán con cabeza de hombre cubierta de chamizos y salvajina, se ocupa de cuidar el bosque y los animales selváticos. Atento al chillido de las golondrinas en los farallones del río, sabe cuando se acerca el depredador de la flora y cuando debe auxiliar al sabanero, anhelante víctima de los perros del cazador. Amante de los vuelos, el Hojarasquín algunas veces se cansa de ser árbol y entonces disputa con los loros, intenta saltar con los venados en las tardes de sol.

Los campesinos saben de estos movimientos por la algarabía de los arrendajos y pájaros tijeras, por la inmensa batahola de los samanes con el viento. Amo de las hojas y el rumor de las aves en las montañas, el Hojarasquín muere cuando hay talas o destrucción de los montes. En forma de tronco seco, permanece oculto hasta cuando resurge la floresta.

LA LLORONA.
Entre los cafetales y los yarumos, en las noches de luna llena, se escucha el grito de la Llorona. De rostro cadavérico, cubierta de harapos pringados por la lluvia y el sol, la Llorona alguna vez fue una mujer hermosa de ojos audaces que enloquecía a los hombres de los pueblos. Ahora, desprovista de esplendor, deambula sin sosiego por las veredas, atormentada por la culpa del crimen y los delirios de una madre que cree llevar entre los brazos a un niño imposible.

Jamás cesa en su canto fúnebre; aunque, intente olvidarlo, atraída por el silencio de las cañadas, por el tejido invisible de las mariposas en el aire de los ríos. Algunas noches, incluso lo intenta, rodando las ventanas de las aldeas. Allí se detiene, perdida en el dolor y la sombra, mientras escucha las guitarras, las voces que con aroma de aguardiente y tabaco ahuyentan el alba.
LA CANDILEJA.
Mártir de la violencia, la Candileja es el espectro de una mujer asesinada en el Valle de las Tristezas. Dicen que fue quemada viva con los hijos dentro de su casa. Desde entonces, convertida en fuego frecuenta los lugares en ruinas, las crecientes de los ríos y los caminos solitarios. Aparece en el alba cuando aún el gallo no ha cantado y como un meteoro se estrella con los cercos, se agita en el copo de los árboles o se echa a rodar por los pastos.
La Candileja, sin embargo, espanta a los caballos y los jinetes que se aventuran en la noche. Inicia las quemas de los bosques: Grandes incendios, grandes sequías, precipita su presencia de llama en los tiempos en que se aviva su dolor. Por eso los hombres le temen. Saben que ni los rezos ni las bendiciones ahuyentan su furia.

EL SOMBRERÓN.
Su leyenda es tan antigua, que algunos lo consideran el espanto más viejo del departamento de Antioquia, en el noroeste de Colombia. 

Es un hombre corpulento, que se hace acompañar de dos perros negros, agarrados por gruesas cadenas, y que monta una mula, también negra. Unos dicen que el sombrero lo cubre entero; otros, que no tanto: que bajos sus alas se puede ver que tiene una calavera por cabeza.
Fue famoso en Medellín en 1837 cuando recorría todas sus calles vestido de ruana negra, sombrero grande y montado en una mula negra. Perseguía a los borrachos y trasnochadores diciéndoles: "si te alcanzo te pongo este sombrero". Aparecía los viernes de cuaresma y cabalgaba con un par de perros encadenados. El Sombrerón fue el espanto propio de Medellín.

EL ESPANTO DE LA CALLE DEL MIADERO


Se trata de una sombra larga que hacía señas con manos y cabeza en ademán de llamar y llevaba la cara cubierta con una máscara blanca en la cual se distinguían, pintados de negro, ojo, nariz y dientes en forma de calavera, que asustaba a las personas que pasaban por esta calle. Este espanto desapareció una vez que lo descubrieron… Era una mujer celosa que seguía a su marido para saber sus andanzas.

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